Que
los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la
memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras
rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña;
que sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca,
como una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la
calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo
irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que
todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que
cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que tus manos
intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe
hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en
sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave
inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para
que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único
entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los
dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de
una caja de hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de
lamerle la cerradura.
oliverio girondo
Espantapájaros 21
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